Luego
de la partida de mi padre, la vida de mi madre perdió
luz y sentido y lentamente se fue entregando a una región
de penumbras que al principio no sabíamos definir si
se trataba de una depresión profunda o un alzheimer
inicial. Luego de debates entre psicoanalistas, neurólogos
y geriatras y, a medida que evolucionaba su conducta, el diagnóstico
fue claro: demencia senil con un posible accidente cerebrovascular.
Mi madre ya casi no
habla pero cada tanto nos regala una sonrisa equivalente al
calor de sus manos cuando éramos niños.
Nos pareció
acorde con la voluntad de mi padre organizar una ceremonia
religiosa con el Padre Martín, nuestro director espiritual
y amigo de toda la vida. Es así que el 1 de junio de
2008, días después de administrarle la unción
de los enfermos, celebramos misa en su casa con una animada
concurrencia de familiares y amigos de toda la vida que nos
acompañaron siempre en la fiesta pero más en
el dolor. Luego de la misa, compartimos una comida con mucha
alegría de saber que el mayor milagro que nos regalará
Dios no es la curación de una enfermedad irreductible
sino el tránsito hacia la otra vida en paz y armonía.
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